miércoles, 3 de octubre de 2012

Eric Hobsbawm, testigo del siglo XX


La desaparición de Eric J. Hobsbawm representa de algún modo, el certificado oficial de que el siglo XX realmente ha finalizado, aunque para el historiador británico "el siglo corto", como él lo llamaba, hubiera acabado en 1989 al producirse el derrumbe del sistema imperial soviético (según él, el siglo había comenzado en 1917, con la Revolución Rusa).

Hobsbawm nació en Alejandría de Egipto, unos dicen que en 1915 y otros en 1917, en el seno de una familia judía de origen británico y alemán. El se sintió siempre anglosajón, y desde luego fue un verdadero gentleman a la antigua usanza. Su apellido es una adaptación fonética inglesa de su original judío. Con todo,  y como tantos otros judíos no creyentes, Eric Hobsbawm fue ante todo un ciudadano del mundo, un cosmopolita militante, y desde luego un antifascista furibundo.

Sus estudios los hizo en Viena y en Berlín. Siendo aún un adolescente  presenció el ascenso al poder de los nazis en Alemania, y no precisamente como espectador: junto con otros estudiantes se enzarzó en más de una batalla campal a pedradas y palos con aquellas fieras. De aquellos años provenía su compromiso inicial con el comunismo y su actitud vigilante y militante contra los rebrotes de la peste parda en Europa.

Más tarde, refugiado en Inglaterra, Hobsbawm pasa por Cambridge -donde se integra en el selecto grupo de futuros intelectuales comunistas de clase alta que casi coparon esa universidad en los años treinta-, y una vez iniciada la guerra se presenta voluntario para trabajar en la inteligencia británica. Le rechazan por comunista, pero le envían a construir fortificaciones en la costa, un servicio en el que el futuro historiador de los movimientos sociales contactará con genuinos miembros de la clase obrera británica, conociendo de primera mano sus necesidades, aspiraciones e imaginario colectivo. Ese período marcará toda su vida, y lo rememorará siempre con nostalgia.

Militante comunista convencido durante años, criticará sin embargo la invasión soviética de Hungría (1956), lo que le llevará a romper con el estalinismo y con el partido que lo representaba en Gran Bretaña. A partir de ahí comienza una larga trayectoria primero como comunista heterodoxo y progresivamente como marxista sin ataduras a praxis políticas concretas, aunque siempre le poseerá cierta benevolencia por un movimiento comunista al que, aunque fracasado y agotado, considerará como el mejor producto del siglo XX. En sus últimos años  Eric Hobsbawm se convierte en un referente para la izquierda del laborismo y para todo el complejo mundo a la izquierda del laborismo.

Un corresponsal gacetillero con más ignorancia que mala fe escribía ayer en EL PAIS que  Hobsbawm había inspirado la Tercera Vía de Tony Blair, lo que resulta un puro oxímoron no solo por la sideral distancia ideológica entre ambos, sino porque el historiador referido era un intelectual sólidamente construido y el político aludido solo un vulgar trepador carente de ideología, principios y ética. Más significado tiene el hecho de que Ed Miliband, actual líder laborista británico e hijo de otro pensador alemán exiliado también judío,  saludara a Hobsbawm como un referente intelectual e ideológico en la (re)construcción del Labour sobre premisas socialdemócratas que está intentando llevar a cabo, luego de la negra etapa neoliberal que supuso para esa organización el blairismo. 

Como historiador, la obra de  Eric Hobsbawm es titánica, y supera con creces en cantidad y calidad a sus en geenral valiosas pero a menudo cuestionables aproximaciones al análisis político contemporáneo. Su obra fundamental para mi gusto es "Las revoluciones burguesas", libro que tengo en edición de Guadarrama,  de 1974, en dos tomitos que leí por vez primera haciendo COU; un texto imprescindible para conocer todo lo que ha venido tras la Revolución Francesa.

Su monumental "Historia del siglo XX" ofrece una panorámica de las corrientes profundas de un siglo convulso que alumbró tantas cosas y tan diversas que se hace difícil su recuento ordenado y razonado, que es lo que intentó hacer su autor. El texto resulta a mi juicio esquemático y demasiado entusiasta del comunismo como ideología (aunque bastante menos de su praxis); en realidad, lo que circula a lo largo de sus páginas es una evidente nostalgia por la juventud perdida, en el doble significado: la juventud entendida como etapa de la vida personal del historiador, pero también de aquel movimiento comunista que luego envejeció tan mal, hasta llegar a la decrepitud y muerte en los años ochenta   

Mucho más interesante es "Naciones y nacionalismos desde 1780", publicada en 1990, a las puertas del resurgir nacionalista en el centro y este de Europa que se produjo en la última década de "su" siglo. Eric Hobsbawm disecciona aquí, desde el rigor metodológico marxista, implacable, un fenómeno ideológico superestructural clave cual es el nacionalismo burgués, desvelando sus raíces históricas y las razones de su éxito en las sociedades contemporáneas. Si me perdonan la referencia personal, es el texto que más me influyó en la construcción intelectual de mi rechazo a toda idea nacionalista por mítica, alienante y producto de la ideología burguesa. Entre paréntesis, la deuda aquí de Hobsbawm con Rosa Luxembourg es evidente, pero no recuerdo que el ex-bolchevique sintiera por ella mucha gratitud. 

Y llegamos así al que a mi juicio, es el trabajo más importante de  Hobsbawm (asociado a otros, en este caso), aunque fuera uno de los últimos que publicó: "La invención de la tradición", editado en España por Crítica en 2002, probablemente el texto universitario más rigurosamente demoledor para toda idea nacionalista que se haya escrito nunca. Con precisión de relojero, "La invención de la tradición" desmonta los mecanismos mediante los cuales se crea y recrea el pasado -inventando culturas, tradiciones, idiosincrasias, y por supuesto reescribiendo la Historia-, usando este como cimiento sobre el que basar la  dominación ideológica, todo cortado a medida de las necesidades que en ese terreno tienen las élites dominantes en cada etapa histórica.  El análisis de algunos ejemplos resulta en algún caso hasta divertido, como el que refiere la invención de los famosos kilts, las conocidas faldas escocesas presuntamente clánicas y antiquísimas... cuya popularización sin embargo fue obra de un sastre militar británico del siglo XVIII. El último capítulo del libro está destinado a dar a conocer "la fabricación en serie" (sic) de la inmensa mayoría de supuestamente viejísimas tradiciones nacionales europeas, producidas entre 1870 y 1914.

Añadiré una anécdota por mi cuenta, que estoy seguro Eric Hobsbawm debía conocer, y que desvela en toda su crudeza el fantasioso mundo de la invención de las tradiciones nacionales.

Seguramente recordarán la película "Braveheart", sobre el héroe nacional escocés William Wallace, papel que interpretó el actor australiano Mel Gibson en 1995. Rápidamente la película se convirtió en una de las señas de identidad icónicas del moderno nacionalismo escocés. Ocurre que algún tiempo después de su estreno los nacionalistas escoceses levantaron un monumento a Wallace, y dado que no se conoce que rostro tuvo ni como era su aspecto general, le pusieron a la estatua la cara de Mel Gibson y también su complexión física. Recuerdo que un nacionalista catalán escribía hace algún tiempo en un foro sobre este monumento, convencido de que el representado era William Wallace. En un par de generaciones, cuando nadie recuerde a Gibson y su película, todo el mundo creerá que la escultura es un retrato de William Wallace.

Así se generan las tradiciones nacionalistas: a partir de equívocos, yuxtaposiciones, mixtificaciones y manipulaciones en muchos casos infantiles. 

La fotografía que ilustra el post muestra el monumento a William Wallace, en el que el héroe escocés aparece con los rasgos del actor Mel Gibson. 

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