lunes, 9 de julio de 2012

Edward Hopper en Madrid



La Fundación Thyssen presenta este verano en Madrid la exposición llamada a ser el bombazo del año en toda Europa: la retrospectiva sobre la obra del pintor norteamericano Edward Hopper. Decenas de cuadros hopperianos han cruzado el Atlántico para cobijarse hasta septiembre próximo en el conocido palacio cercano al Museo del Prado,  un edificio neoclásico en el que reinan los cuadros propiedad de la hoy señora baronesa y antaño starlette de las revistas del destape. El fino olfato para los negocios de la baronesa/starlette le ha sugerido un método infalible para hacer caja en estos tiempos de crisis, en los que hasta las baronesas coleccionistas de arte han de vender algún que otro cuadro para, dicen, poder llegar a final de mes: traerse la obra de Hopper y exhibirla a diez euritos la entrada. 

La verdad es que la pintura  de Hopper vale los diez euros y mucho más. El realisno social con raíces en el impresionismo francés que cultivó el artista de Nueva Inglaterra es para mi gusto personal, lo mejor que se ha plasmado en lienzo en el siglo XX, muy por encima del trabajo de vacas sagradas cuyos nombres tiene usted en la punta de la lengua en este momento. Además la muestra de la Fundación Thyssen tiene la virtud de desvelarnos facetas de Hopper poco conocidas, incluso para fanáticos de su obra como lo es -ya se habrán dado cuenta- este servidor de ustedes. Y es que Edward Hopper era además de un extraordinario pintor, un magnífico dibujante con un nivel verdaderamente renacentista en esta faceta, además de un planificador meticuloso que abordaba cada cuadro como un proyecto en el que no dejaba resquicio a la improvisación. Un verdadero impresionista velazqueño. La definición que me acabo de inventar no es broma, dada la admiración de Hopper por el célebre pintor español y la capacidad de trabajo de ambos.

Los temas de la pintura de Hopper remiten a la soledad del individuo en una sociedad en crisis. Su mejor época es sin duda la de la Gran Depresión norteamericana, cuando el Sueño Americano se desvaneció para los habitantes de esas pequeñas ciudades y comunidades rurales de la costa atlántica norteamericana. En Hopper hay crítica social y cierta amargura existencial, pero nada de crónicas grandilocuentes del final de una época; su pintura aborda por el contrario, el modo en que esa circunstancia, la crisis global de la sociedad norteamericana de entreguerras, repercutió en la vida de las personas anónimas. La pintura de Edward Hopper no muestra por tanto grandes tragedias sociales al modo del "realismo socialista"; lejos de él y de sus planteamientos, Hopper suele abordar el lado íntimo, personal, en ocasiones hasta tierno de pequeños naufragios cuya importancia aparentemente no trasciende el momento captado, ese instante que el pintor fija para siempre: la soledad de una mujer joven en una habitación de hotel, la de otra que toma café en un bar nocturno sin nadie a la vista, el hastío de un matrimonio maduro que nada tienen que decirse encerrados en un diminuto saloncito, los oficinistas que dejan pasar las horas atrapados en el despacho, la dependienta que mira de dentro afuera la calle vacía a través del escaparate de la tienda, el gasolinero que limpia las máquinas expendedoras junto a una carretera situada en mitad de la nada... 

Una sola crítica. En la exposición faltan las que a mi juicio son las tres mejores obras de Hopper, y también las más celebradas por crítica y público: Los halcones de la noche (ese bar nocturno en cuya barra se acomoda una pareja de charleta con el camarero, mientras un tipo solitario comtempla la escena desde el otro extremo del local),  Domingo (un tendero ensimismado sentado en la acera ante su comercio cerrado, dejando pasar las horas), y en fin, el titulado Oficina en una pequeña ciudad, mi preferido desde que conozco la pintura de Hopper: aquel en el que un oficinista, solo, de pie ante la ventana, mira el día de sol que baña su ciudad con expresión de estar pensando qué demonios hace él en su cubículo mientras la vida bulle fuera delante de sus ojos.

Edward Hopper. No se lo pierdan.

En la imagen que ilustra el post, el cuadro Oficina en una pequeña ciudad (1953), de Edward Hopper.

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