A comienzos del primer mandato presidencial de François Mitterrand, un grupo de alcaldes socialistas de la Catalunya Nord le visitó en el palacio del Elíseo llevándole una propuesta muy concreta: autorizar el que se dieran clases de catalán en las escuelas públicas a los alumnos que quisieran asistir, fuera del horario escolar y con coste a cargo de los padres. El presidente montó en cólera y expulsó a los ediles de su despacho tras gritarles: ¡Señores, déjense de historias, aquí no estamos en España!. Y es que la escuela pública francesa no está para estos menesteres, sino para crear ciudadanos bajo la vieja triple divisa del Club des Jacobins, que exigía en territorio del Estado francés "igualdad de derechos para todos, en todas partes y al mismo tiempo". Quien desee otras prestaciones (aprender catalán, inocular cualquier doctrina religiosa, implementar extravagantes teorías y prácticas del aprendizaje infantil...), debe acudir al ámbito privado y pagarlo de su bolsillo.
Ítem más. Desde hace más de medio siglo, los más fieros abertzales se la han cogido con papel de fumar cuando de combatir la "opresión del Estado francés" se ha tratado. ETA llegó a pedir disculpas públicamente por haber disparado "por error" contra gendarmes franceses. Las reivindicaciones independentistas vascas se cuidan muy mucho de referirse directamente a la "autodeterminación" de los tres "territorios históricos" situados en dominios del Estado francés, cuya reclamación queda siempre para mucho después de la construcción de un Estado vasco al sur de los Pirineos.
Y es que Francia es mucha Francia, incluso en estos tiempos que corren. El Estado francés seguramente tiene muchos defectos, pero algunas de sus virtudes no solo han perdurado y resistido eficazmente el paso de dos siglos y pico sino que siguen constituyendo ejemplos a imitar incluso en detalles aparentemente nimios.
Recuerdo de mi primer viaje a la capital francesa el rótulo sobre los vehículos municipales: "propiedad de París". No del Ayuntamiento de París, sino de la ciudad; de los ciudadanos que la habitan, en suma. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que las patrullas de gendarmes a pie estén formadas habitualmente por tres individuos, uno de los cuales suele pertenecer a alguna minoría étnica. O el que desde los tiempos de la Revolución Francesa la policía no pueda efectuar detenciones a domicilio hasta que salga el sol, un modo de evitar abusos amparados en la noche y sobre todo de que el detenido no sea sacado de su casa en el estado de confusión propio de quien ha sido arrancado a la fuerza del reposo.
Seguramente hay cuestiones mucho más importantes que estas en orden a la protección de las libertades y los derechos individuales, en tanto que personas y ciudadanos. Pero no dejan de ser un síntoma de la calidad democrática de un país, sobre todo si lo comparamos con realidades históricas como la española.
Viene este exordio a cuento de las críticas suscitadas por la actuación del ministro del Interior francés, Manuel Valls, cuya infancia por cierto transcurrió en parte en las calles de mi barrio, del que era originario su padre, el pintor catalán Xavier Valls, en el caso de un bufón cuyos chistes tienen como ingrediente principal el más vulgar racismo, lo que no deja de ser curioso en alguien que es negro o al menos mulato según parece. Ocurre que el bufón es un personaje cercano políticamente al FN francés y personalmente a sus dirigentes (el viejo Le Pen es padrino de uno de sus hijos), además de haber hecho buenas migas últimamente con el islamismo radical; como que el objeto de sus presuntas gracias son los judíos, la izquierda antisemita francesa anda estos días escandalizada porque Valls haya prohibido algunos de los espectáculos-mitines de este elemento.
Algunas actuaciones de Manuel Valls contra los gitanos rumanos y otros inmigrantes reflejan una personalidad autoritaria y algo populista del ministro, que en todo caso no debería servir para descalificar una actuación que ha puesto en su sitio a un canalla sin escrúpulos, jaleado ahora por una cohorte de imbéciles que abarca gentes ubicadas desde la extrema derecha a la extrema izquierda capaces de sostener un día que el Holocausto no existió y al siguiente que el pecado de Hitler fue haber liquidado pocos judíos.
Al contrario que en España, en Francia ese tipo de pensamiento -por llamarlo de algún modo-, no tiene carta de naturaleza aceptada y es considerado delictivo y sujeto de sanción penal. Lo que se ha de exigir a Valls por tanto, es que sea coherente con la Francia histórica y use toda la fuerza del Estado francés para acabar con esa escoria.
En la imagen que ilustra el post, una persona sostiene una pancarta durante una manifestación antirracista en Francia.